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CAMAREROS DESMEMORIADOS
Mowgli, para la revista Forn d'Anells | 30 de març del 2010

Camareros desmemoriados

Vivo en la bohème. Mi barrio está formado por una plaza porticada, una serie de calles estrechas, una rambla, y unos puentes románticos que cruzan un río, a veces también romántico, dependiendo de las circunstancias de cada cual, claro está. Mi barrio, que hace olor de ajo y perejil, está plagado de restaurantes, bares y terrazas de toda clase. En todos estos lugares hay camareros. Muchos camareros.

No soy hijo del barrio, de hecho soy un sobrevenido, pero llevo ya un motón de años de experiencia en el sector del beber y del comer de esta zona. He llegado a la conclusión que hay camareros de tres clases: los normales, que pasan desapercibidos, hacen su trabajo, pero sin pena ni gloria, toman el pedido, té lo traen con más o menos celeridad, preguntan para quien es cada cosa antes de dejarla, cobran y se van.

Después están los que te lo traen todo equivocado. Estos vienen cuando los llamas, pulsan la máquina portátil, pasan por tres o cuatro mesas, y van a buscarte el pedido. A la hora de dejarte los encargos siempre hay errores, la electrónica no es infalible. Te dicen, eso sí, que te lo cambiarán, y tú les dices: no vale la pena, la Pepsi también me gusta. Cobran y ya está, trabajo hecho. Después están los camareros desconocidos, los que no vienen. Se supone que existen, pero no se ven y de hecho no vienen nunca. Al cabo de un rato de esperarlos y cansado de ver pasar la gente, te levantas y te vas tal y como has venido.

Con motivo de estas frecuentes vivencias, me ha venido, de vez en cuando, un recuerdo que viví en los años setenta, cuando en Logroño nos sentamos en una terraza una quincena de compañeros un día al atardecer, y tras venir el camarero y preguntar a cada cual que quería, sin anotarse nada, volvió al cabo de poco con el encargo, dejando sin preguntar a todo el mundo lo que había pedido, con precisión matemática. Aquella situación me ha llevado de cabeza tres décadas, sin encontrar explicación a aquel caso extraordinario. Casualidad, chiripa, poderes...

Hasta que ahora hace un año, en una parada en Buenos Aires, volviendo de Patagonia, visité con los compañeros de viaje el célebre café Tortoni. El Tortoni es un local muy cálido, cerca de la Plaza de Mayo, un local más que centenario. Equipado con mesas de mármol, sillas almohadilladas y grandes lámparas. Mucha madera, muchos cuadros y pinturas, billares y un pequeño teatro, donde los turistas pueden escuchar los tangos de Gardel. Nos sentamos los diez compañeros, y pedimos cosas diversas para beber y comer. Un camarero de mediana edad, de frente ancha y cabellos engominados nos escuchó, bandeja en mano, con atención. Cuando volvió, dejó a todo el mundo lo que había pedido, sin ninguna clase de error. El fantasma del camarero de la Rioja volvió a planear una serie de días sobre mí. Intentaba atar cabos, pero no lo lograba.

Hasta que el 30 de agosto, seis meses después de haber vuelto del viaje, salió en El Periódico un artículo de Abel Gilbert, corresponsal en Buenos Aires, titulado: «Camareros con memoria». Explicaba que un grupo de investigadores capitaneados por Facundo Mandas, director del Instituto de Neurología Cognitiva, y Tristan Bekinschtein, neurobiólogo del Ineco y la Universidad de Cambridge, hicieron pruebas en los cafés más emblemáticos de la ciudad. Iban siempre en grupos de ocho personas, se sentaban, pedían al camarero lo que querían, él repetía el pedido en voz alta para sí mismo, e iba a buscarlo a la barra. Cuando estaba fuera, los clientes se cambiaban de silla. Cuando volvía con el pedido, descubría el engaño y les decía: ustedes han cambiado todos de sitio. Se ve que estos camareros generan un diagrama compuesto por la ubicación en la mesa y algunos de los rasgos de las personas que hacen el pedido. Para ellos, anotar el pedido es una vergüenza, y además si lo hicieran se equivocarían. Según manifiesta Ángel Sosa, camarero del Tortoni desde hace más de 30 años, puede recordar los pedidos de dos o tres mesas de golpe. Les llaman los memoriosos o los gallegos, y forman parte de la emigración española que llegó allí en la primera mitad del siglo XX. Toda una joya a preservar.

Yo, por mi parte, deberé conformarme con los camareros que tengo en mi bohème querida, y que me traigan Cacaolat en lugar de Coca-cola. Pero los muchachos tienen buen trato. Me llaman con todos los calificativos habidos y por haber: señor, maestro, buen hombre... Pero lo que no soporto es que me llamen caballero. Me incordia mucho.

MOWGLI                                                                                                                         ILUSTRACION DE LABORATORIUM
 


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